miércoles, 17 de marzo de 2010

El paraíso de Poneloya




Sábado, playas de Poneloya. El pacífico en su estado puro.

Estamos en la playa, y no en cualquier playa. Poneloya, en la costa oeste de Nicaragua, nos recibe llena de fuerza y con todo su explendor. Desde el autobús vemos la línea azul del horizonte a lo lejos y un hormigueo me recorre la piel, hemos llegado al punto más deseado de todo nuestro viaje. Habíamos escuchado mucho a cerca de este lugar, y todo había sido demasiado poco en relación a lo que hemos encontrado. El autobús se mete por un pequeño camino de acceso a una casa y aparca en el jardincito de la entrada. Camino unos pasos y me encuentro con una pequeña casita de madera, con una cocina muy amplia que comunica con el porche por una barra americana. Las otras tres estancias son un cuarto de baño y dos habitaciones, una de matrimonio y otra con tres camas. Está claro que hoy dormimos en la playa. En el porche cuelgan dos hamacas de colores, y móviles de conchas colgados del techo que tintinean al ritmo de la brisa. En la parte de atrás de la casa, más hierba, sillas, mesas, más hamacas y un caminito con palmeras a ambos lados. Camino un poco más y de repente... la arena en mis pies. Caigo en la cuenta de que la casa pertenece a la playa, ¿o la playa a la casa? y pienso de nuevo, que la magia me volvió a sorprender. Una inmensa playa de arena negra y olas impresionantes me saluda, y derepente me vuelvo diminuta a su lado. Nadie alrededor y el sol, colgado como un cuadro de Monet, nos esperaba para esconderse y deleitarnos con su belleza. El mar hipnotiza con el rugir de sus enormes olas, sabemos su mensaje. Aquí el mar es peligroso y hay que guardarle respeto. Comenzamos a vivir la leyenda de Poneloya... El vuelo de los pelícanos a ras de las olas da paso a la caída del sol mientras damos un paseo entre espuma blanca. Miles de conchas blacas en nuestros pies, y en el cielo comienzan a aparecer los primeros colores rosáceos. Después de unos minutos, vimos como aquella enorme esfera roja nos guiñaba un ojo, y nos surruaba que aquél sería el atardecer más bello que jamás veríamos. Sentados en la arena, casi haciendole una reverencia al cielo, dejamos que los minutos se fueran con la mirada fija en el sol, y en los colores que poco a poco iban apareciendo. Las olas rompían en nosotros dejándonos mojados y cubiertos de arena negra... Voces... cinco, cuatro, tres, dos , uno "¡Se fué!" Se fué el atardecer de Poneloya, el atardecer más bonito de mi vida, al lado de gente muy especial.


1 comentario:

  1. Atardederes, colores, mar, sol, agua, sentires, pesares, amores a mares... Felicidad que en ti siempre permanecerá, Beatrice, gracias por tus crónicas tan hermosas...

    Moni

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